jueves, 5 de septiembre de 2013

El almacén.

Pedro trabaja como encargado de almacén. Para ser más exactos, de un inmenso almacén.


Desde que le asignaron a ese puesto, ha pasado cada día de su vida laboral realizando la misma rutina: recepcionando los envíos -que pueden llegar de cualquier país del mundo y a cualquier hora-, apuntándolos en un libro de contabilidad, y organizándolos en las interminables estanterías. Por suerte, conoce en detalle el laberinto en que se ha convertido el local. No quiere ni pensar cuanto tiempo lleva allí, aunque a veces tiene la impresión de que por lo menos mil años. Cuando empezó no habían ordenadores, y con el paso del tiempo, Pedro ya no cree que le compren uno para su trabajo. Acumula cientos de libros repletos de referencias, pero el jefe no quiere prescindir de ellos y le obliga a guardarlos a medida que los va completando.

El jefe, curioso personaje. No se le ha visto más que en contadas ocasiones, pero parece controlarlo todo desde su despacho, situado en la planta alta del almacén. Dicen de él que nunca descansa de lunes a sábado, y que es un pozo de conocimiento y creatividad, capaz de generar los mejores y más exitosos diseños para la empresa.

Pedro no ha hablado nunca cara a cara con el jefe, ya que fue contratado directamente por el hijo de éste, un descarado jovenzuelo, de melena desmadejada y mirada profunda, que había sido enchufado por su papi para trabajar como comercial y relaciones públicas de la empresa. Una docena de compañeros más fueron reclutados a la vez que Pedro. La mayoría de ellos no tenía formación alguna, pero tras una serie de prácticas intensivas culminadas con una cena de empresa memorable, todos -menos uno, que se dió de baja aquella misma noche- adquirieron las habilidades requeridas para el trabajo que les iba a ser encomendado.

Pedro y el hijo del jefe se hicieron buenos amigos ya que éste se lo llevaba como ayudante en sus viajes de negocios. Al parecer había salido a su padre, porque era divertido, tenía labia, una gran imaginación, y explicaba unas batallitas e historias cojonudas. La mayoría de ellas completamente inverosímiles e inventadas, en opinión de Pedro. Pero siempre acababa convenciendo a los clientes, en ocasiones incluyendo increíbles trucos de magia en sus presentaciones.

Pasaron tres años trabajando codo a codo. Todo iba bien hasta que, tras un malentendido con la justicia local, el jefe decidió promocionar a su vástago a otro puesto, esta vez en el consejo de administración. Pedro continuó por un cierto tiempo la tarea comercial, pero pronto vio que no era lo suyo, y pidió el traslado a un puesto menos delicado. Le asignaron el almacén.

La empresa para la que trabaja Pedro es una de las líderes de su mercado, compartiendo cuota con dos grandes competidores, a los que hay que añadir multitud de otras pequeñas compañías. Algunas de nombres rimbombantes, otras de más reciente creación. Hasta hace bien poco, los clientes eran en general fieles a la empresa toda la vida, pero ahora se ha liberalizado el mercado, y la gente desea probar otras alternativas. Algunos vuelven, otros quedan enganchados (temporalmente o para siempre) a los nuevos servicios ofrecidos por la competencia. Incluso en algún momento, ciertas personas deciden que no necesitan de ese tipo de servicios y se dan de baja de forma indefinida. Esta es la gran preocupación del jefe en los últimos tiempos.

En ocasiones, Pedro se pregunta si realmente la empresa obtiene beneficios. En todos estos años, se ha limitado a recepcionar los paquetes y colocarlos ordenadamente, pero no ha visto que ninguno de ellos se mueva nunca de la estantería en que los depositó originalmente. Se dice que el jefe los guarda para, en un futuro más o menos próximo, decidir que hacer con ellos definitivamente. Los paquetes vienen con nombre y apellidos, y según se rumorea, guardan información o valiosos artículos asociados a esos nombres. Algunos trabajadores incluso creen que las cajas no son simples objetos inanimados. Él nunca ha querido curiosear en el contenido. Sabe que estaría mal.

Aunque también reconoce que la publicidad de la empresa puede ser algo engañosa, puesto que muestra otro tipo de destino para los paquetes recibidos, con menos apreturas. Pero claro, eso se podía hacer al principio, cuando había espacio suficiente en el almacén, y la empresa era aún pequeña y poco conocida. Pedro diría que ha apuntado -como mínimo- dos mil millones de referencias en sus libros. Probablemente está ya un poco cansado de esta rutina, pero sabe que después de tanto tiempo allí, no tiene futuro en la competencia, y no sabe hacer otra cosa, por lo que se resigna y deja de preocuparse.

Así es la vida de Pedro. O San Pedro, como todavía le llaman algunos de sus colegas de curro. Él sonríe cuando eso pasa, y recuerda -brevemente- los viejos tiempos, antes de volver a sus tareas.

FIN.